DOMINGO DE RAMOS: Jesús entra en Jerusalén


 Comienza la Semana Santa y recordamos la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén. Escribe San Lucas. «Al acercarse a Betfagé y a Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos diciéndoles: "Vayan al caserío que está frente a ustedes. Al entrar, encontrarán atado un burrito que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo aquí. Si alguien les pregunta por qué lo desatan, díganle: el Señor lo necesita". Fueron y encontraron todo como el Señor les había dicho».

¡Qué pobre cabalgadura elige Nuestro Señor! Quizá nosotros, engreídos, habríamos escogido un brioso corcel. Pero Jesús no se guía por razones meramente humanas, sino por criterios divinos. «Esto sucedió —anota San Mateo— para que se cumplieran las palabras del profeta: "Díganle a la hija de Sión: he aquí que tu rey viene a ti, apacible y montado en un burro, en un burrito, hijo de animal de yugo"».

Jesucristo, que es Dios, se contenta con un borriquito por trono. Nosotros, que no somos nada, nos mostramos a menudo vanidosos y soberbios: buscamos sobresalir, llamar la atención; tratamos de que los demás nos admiren y alaben.

Aseguraba de sí mismo que era un burrito sarnoso, que no valía nada; pero como la humildad es la verdad, reconocía también que era depositario de muchos dones de Dios; especialmente, del encargo de abrir caminos divinos en la tierra, mostrando a millones de hombres y mujeres que pueden ser santos en el cumplimiento del trabajo profesional y de los deberes ordinarios.

Jesús entra en Jerusalén sobre un borrico. Hemos de sacar consecuencias de esta escena. Cada cristiano puede y debe convertirse en trono de Cristo. Y aquí vienen como anillo al dedo unas palabras de San Josemaría. «Si la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese contar previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón para desesperarnos. Sin embargo, añade, Jesús se contenta con un pobre animal, por trono (...). Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma».


¡Dejémosle tomar posesión de nuestros pensamientos, palabras y acciones! ¡Desechemos sobre todo el amor propio, que es el mayor obstáculo al reinado de Cristo! Seamos humildes, sin apropiarnos méritos que no son nuestros. ¿Imaginan ustedes lo ridículo que habría resultado el borrico, si se hubiera apropiado de los vítores y aplausos que las gentes dirigían al Maestro?

Comentando esta escena evangélica, Juan Pablo II recuerda que Jesús no entendió su existencia terrena como búsqueda del poder, como afán de éxito y de hacer carrera, o como voluntad de dominio sobre los demás. Al contrario, renunció a los privilegios de su igualdad con Dios, asumió la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres, y obedeció al proyecto del Padre hasta la muerte en la Cruz ( Homilía, 8-IV-2001).

El entusiasmo de las gentes no suele ser duradero. Pocos días después, los que le habían acogido con vivas pedirán a gritos su muerte. Y nosotros ¿nos dejaremos llevar por un entusiasmo pasajero? Si en estos días notamos el aleteo divino de la gracia de Dios, que pasa cerca, démosle cabida en nuestras almas. Extendamos en el suelo, más que palmas o ramos de olivo, nuestros corazones. Seamos humildes. Seamos mortificados. Seamos comprensivos con los demás. Éste es el homenaje que Jesús espera de nosotros.

La Semana Santa nos ofrece la ocasión de revivir los momentos fundamentales de nuestra Redención. Pero no olvidemos que —como escribe San Josemaría—, «para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto sobre el Calvario». Para eso, nada mejor que caminar de la mano de María. Que Ella nos obtenga la gracia de que estos días dejen una huella profunda en nuestras almas. Que sean, para cada una y cada uno, ocasión de profundizar en el Amor de Dios, para poder así mostrarlo a los demás.
Mons. Echevarria

26 DE MARZO - JORNADA POR LA VIDA


25 DE MARZO: VIGILIA DE ORACIÓN DE FAMILIAS POR LA DEFENSA DE LA VIDA,
17:30h, Parroquia San Juan de la Cruz, Toledo.
Preside nuestro Arzobispo de Toledo.
Hay servicio de guardería.

19 DE MARZO - PATRIARCA SAN JOSÉ

"San José, guardián de Jesús y casto esposo de María, tu empleaste toda tu vida en el perfecto cumplimiento de tu deber, tu mantuviste a la Sagrada Familia de Nazaret con el trabajo de tus manos. Protege bondadosamente a los que recurren confiadamente a ti.Tu conoces sus aspiraciones y sus esperanzas. Se dirigen a ti porque saben que tu los comprendes y proteges. Tu también conociste pruebas, cansancio y trabajos.Pero, aun dentro de las preocupaciones materiales de la vida, tu alma estaba llena de profunda paz y cantó llena de verdadera alegría por el íntimo trato que goza con el Hijo de Dios, el cual te fue confiado a ti a la vez que a María, su tierna Madre.
Amén." (Juan XXIII)

"DONDE ABUNDO EL PECADO SOBREABUNDE LA GRACIA"

SAGRARIO Y SAGRADAS FORMAS PROFANADAS.

REPAREMOS LOS ULTRAJES A JESUS SACRAMENTADO


Reproducimos acontinuación la monición de entrada de la celebración de la Santa Misa del pasado domingo en la Parroquia de Calera y Chozas que nos ha remitido su Párroco como agradecimiento por la cercanía expresada por la Adoracion Nocturna de nuestra diocesis y los adoradores nocturnos.

El pasado jueves, día 8, a las 10 de la noche aproximadamente, este Sagrario que tenemos ahora abierto y sin luz fue profanado y nuestro Señor Jesucristo, al que creemos realmente presente en las especies Eucarísticas, sufrió el sacrilegio de los que se lo llevaron, dejando unas pocas ostias consagradas entre el suelo del presbiterio y el mismo Sagrario.

Querido D. Braulio: estos días hemos vivido dos experiencias muy intensas. Por un lado una gran, grandísima tristeza que nos ha hecho derramar no pocas lágrimas. Sabemos que usted, como nuestro padre y pastor sufre con nosotros y con los fieles de las otras parroquias de la diócesis que han pasado por este trance: Sonseca, Añover de Tajo, Cedillo del Condado, Seseña, Fuensalida y Santa María de Benquerencia en Toledo. ¡Que mal pagan los hombres tanto amor como el Señor nos tiene desde la Eucaristía!.

Pero el Señor sabe sacar bienes de los males y me es grato comunicarle la respuesta de fe, de fervor y de amor que este pueblo ha querido ofrecer al Señor en la Eucaristía, a esas mismas ostias que recogimos del suelo y que al final de esta Misa llevaremos en procesión por nuestras calles… no solo este pueblo: en estos días han sido muchos (miles me atrebería a decir) los que desde muchos lugares han querido comunicarnos su dolor asociándose a nuestra oración y deseos de reparación. No son sino la punta de lanza de un gran ejercito que está con el Señor, aunque los tiempos sean, como lo son, difíciles. Esta experiencia de Iglesia ha sido un consuelo para nosotros… ¡Cuánto más lo habrá sido para el Señor!.

Le agradecemos inmensamente su presencia entre nosotros. Con usted aquí nos sentimos fuertes para poder levantarnos y seguir adelante en el empeño de conseguir que venga a nosotros el reino del Señor y pueda llegar el día en que todos los hombres lo adoren y le glorifiquen, también los que lo crucificaron.

PROFANACION DEL SAGRARIO EN CHOZAS Y CANALES. TOLEDO

Ocurrió la noche del jueves 8. Entraron por la puerta principal del templo en busca de un objetivo claro, el copón. Según quedó el altar, todo apunta a que también intentaron llevarse el sagrario, pero estaba anclado y esto les dificultó la operación. No es la primera vez que pasa, ya son siete las iglesias de la provincia de Toledo que en tan sólo dos años han sufrido un robo como este. En el pueblo, nadie entiende cómo han podido hacer algo así.

Con tristeza recibimos la noticia de la profanción del Sagrario del la Paroquia de Chozas y Canales en la noche del dia 8 de marzo. El Santísimo Sacramento arrojado, tirado. Cristo otra vez insultado y despreciado.

Ofrezacmos oraciones al Señor y actos de reparación por esta ofensa.

ALABADO SEA EL SANTISIMO SACRAMENTO DEL ALTAR.

TEMA DE REFLEXION PARA EL MES DE MARZO

LA PENITENCIA  III
Absolución de los pecados y efectos de la absolución.

 “Cristo confió el ministerio de la Reconciliación a sus Apóstoles, a los obispos, sucesores de éstos, y a los presbíteros, colaboradores de los obispos, los cuales se convierten, por tanto, en instrumentos de la misericordia y de la justicia de Dios. Ellos ejercen el poder de perdonar los pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Compendio, n. 307).

Sólo los sacerdotes pueden perdonar los pecados en el nombre de Dios.

Perdonar el pecado en el alma del hombre, devuelve la amistad y la confianza con Dios, y hace posible que la eficacia de la gracia continúe actuando en la persona del pecador y que Cristo siga viviendo en su alma. Se entiende entonces que el sacramento de la Reconciliación -recibir el hombre el perdón de Dios- sea también un paso previo a la venida de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo a cada ser humano, a cada persona. Y se comprende también que la Eucaristía haya de ser recibida sin pecado mortal, para que el encuentro personal con Cristo pueda llegar a realizase y dar en el alma los frutos esperados: nueva fe, nueva esperanza, nueva caridad.

San Pablo da una clara admonición a quienes cometen el sacrilegio de recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo en pecado mortal: "Por tanto examínese a sí mismo cada uno y luego coma de aquel pan y beba del cáliz. Porque quien lo come o lo bebe indignamente come y bebe su propia condenación" (I Cor 11, 28-29).

Con la penitencia, con la Reconciliación con Dios, el hombre pecador no se hace “esclavo del pecado”.
Queda en condiciones de usar su libertad para que el pecado no se apodere de su espíritu ni eche en él raíces, y para que la gracia de la "nueva criatura en Cristo Jesús" siga creciendo y desarrollándose en él.
La "nueva criatura" no sólo vive en el espíritu. El hombre es persona, cuerpo, alma, espíritu, y, al transmitirnos la "participación en la naturaleza divina", Jesucristo ha querido subrayar esa unidad del hombre instituyendo un sacramento que toca directamente la fragilidad del ser humano.

“Los efectos del sacramento de la Penitencia son: la Reconciliación con Dios y, por tanto, el perdón de los pecados; la Reconciliación con la Iglesia; la recuperación del estado de gracia, si se había perdido (por el pecado mortal); la remisión de la pena eterna merecida a causa de los pecados mortales y, al menos en parte, de las penas temporales que son consecuencia del pecado; la paz y la serenidad de conciencia y el consuelo del espíritu; y el aumento de la fuerza espiritual para el combate cristiano” (Compendio, n. 310).

La absolución ha de ser recibida personalmente por cada penitente. Sólo cabe una absolución colectiva, a varias personas, en caso de inminente peligro de muerte; e incluso en esas situaciones, la Iglesia indica que quienes reciben así la absolución han de hacer “propósito de confesar individualmente, a su debido tiempo, los pecados graves ya perdonados de esta forma” (Compendio. n. 311).

Para facilitar que todos los cristianos podamos vivir con paz y serenidad este sacramento, en el que recibimos toda la gracia de la redención que Cristo nos ganó en el Calvario y en la Resurrección, la Iglesia ha establecido que “todo confesor está obligado, sin ninguna excepción y bajo penas muy severas, a mantener el sigilo sacramental, esto es, el absoluto secreto sobre los pecados conocidos en confesión” (Compendio, n. 309). Y la Iglesia celebra entre sus mártires, muchos sacerdotes que han defendido con su vida el secreto de la Confesión.

Junto a la paz y a la serenidad de conciencia, uno de los frutos más preciosos del Sacramento del Perdón no es del penitente, es del mismo Jesucristo: que en cada Confesión, en cada Absolución tiene la alegría de perdonar. “Más alegría hay el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa nueve justos”.

Cuestionario
¿Me confieso con cierta frecuencia y doy gracias de todo corazón al Señor, cada vez que recibo la absolución de mis pecados?

¿Le pido a la Virgen Santísima que me dé la fuerza de reconocer el mal que haya hecho, y que pierda la vergüenza de decir los pecados con toda sinceridad al confesor?

EJERCICIOS ESPIRITUALES, CUARESMA 2012

 
Para conocimiento de todos los adoradores/as y fieles interesados, este Consejo Diocesano ha programado para el Tiempo de Cuaresma unos Ejercicios Espirituales, los días 16, 17 y 18 de Marzo.

Tendrán lugar en la Casa de Espiritualidad de las Hermanas Clarisas Franciscanas de Madridejos, Convento de Santa Ana, C/Las Monjas nº 25.

Se iniciarán el día 16 de Marzo, a partir de las 18,30 horas, con la recepción de participantes, para terminar sobre la misma hora del día 18.

Inscripciones; Juan Ramón Pulido Crespo 925250534

REFLEXIÓN CUARESMAL.

MENSAJE DEL SANTO PADRE PARA LA CUARESMA

«Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (Hb 10, 24)

Queridos hermanos y hermanas

La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.

Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal.

1. “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.

El primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien. El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).

La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del hombre. En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico epulón, ese hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro, que muere de hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se trata de lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de «los que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza.

El «fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein—es el mismo que indica la misión profética, propia de los cristianos, que denuncian una generación que se entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al que se equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso «el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos somos débiles y caemos (cf. 1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.

2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.

Este ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir la vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva escatológica y acepta cualquier decisión moral en nombre de la libertad individual. Una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de la comunidad cristiana.

Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican. «Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16).

3. “Para estímulo de la caridad y las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.

Esta expresión de la Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.

Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).

Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.

Vaticano, 3 de noviembre de 2011


BENEDICTUS PP. XVI

INICIACIÓN CRISTIANA ARCHIDIOCESIS DE TOLEDO

Ya puedes ver el vídeo musical sobre la Iniciación Cristiana que ha compuesto Javier Moreno y editado Canal Diocesano de TV, para la presentación y difusión del Directorio Diocesano para la Iniciación Cristiana en vicarías, arciprestazgos y parroquias de nuestra diócesis.

La «Adoración» se abre a enfermos y presos

MARÍA JOSÉ MUÑOZ / TOLEDO
DIARIO ABC 05/02/2012

Reclusos de la prision de Ocaña que acuden a misa los domingos participarán de esta iniciativa.
Los «adoradores perpetuos», esos quinientos creyentes católicos toledanos que nunca dejan solo al Santísimo Sacramento expuesto en la capilla de la Inmaculada, en la calle Trinidad, —todos los días y noches del año, a todas las horas—, tendrán a partir de ahora unos compañeros muy especiales que orarán junto a ellos, pero a distancia, desde sus casas o sus celdas.
Y es que acaba de nacer la Adoración Perpetua Asociada, formada en principio por unos treinta enfermos o impedidos que, desde sus domicilios o su habitación de hospital, se conectarán a una hora determinada a los adoradores de presencia física en la citada capilla para unirse en esa «comunión espiritual» que propicia la oración.

Así lo ha explicado a ABC Eufemio Romano, coordinador general de la Adoración Eucarística Perpetua, que el próximo 11 de febrero celebrará su séptimo aniversario en Toledo, donde fue instituida por el anterior arzobispo primado, el cardenal Antonio Cañizares. Próximamente, esta nueva iniciativa de oración se extenderá a los presos de las cárceles, concretamente a los de un módulo de 500 internos de la prisión de Ocaña. De ellos, entre 80 y 90 acuden a misa cada domingo, lo que representa un 20% de esa población reclusa, porcentaje muy superior al de católicos que se declaran cumplidores de este precepto en el ámbito nacional.

Eufemio Romano ya se ha puesto en contacto con el capellán de Pastoral Penitenciaria para que este proyecto se haga pronto realidad. «Se trata de que estos presos dediquen una hora a la semana para unirse espiritualmente con aquellos adoradores que están de presencia física en la capilla de la Inmaculada», dice.

«No estamos solos»

«Nosotros montaremos el servicio de tal manera que sepan, —tanto los enfermos, personas mayores impedidas o presos—, con qué personas están conectados espiritualmente a esa misma hora y que se cree un vínculo de unión, de saber que uno no está solo. En la adoración eucarística es necesaria la unión entre los creyentes, no estamos solos ante el Santísimo. El adorador no es un señor que llega allí y se pone muy pío, no: estamos acompañados, hay comunión espiritual entre nosotros», explica Romano. Muchas monjas de clausura de conventos toledanos, pese a ser la oración su principal entrega, también son «adoradoras asociadas». Para ello, estas religiosas destinan el tiempo libre de su recreo para seguir orando por los demás.


TEMA DE REFLEXION DE FEBRERO

La Penitencia (II)


Actos del penitente

“Los elementos esenciales del sacramento de la Reconciliación son dos: los actos que lleva a cabo el hombre, que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, y la absolución del sacerdote que concede el perdón en nombre de Cristo” (Compendio, n. 302).
Los actos propios del penitente, en los que expresa su voluntad y libertad de reconocer su pecado, arrepentirse y pedir perdón son:


el examen de conciencia


la contrición o arrepentimiento


la confesión de los pecados

el propósito de la enmienda

y cumplir la penitencia o satisfacción


En primer lugar, el pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión en la Iglesia. Por eso la conversión implica, a la vez, el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia.

Con sus actos, el penitente manifiesta primero, el reconocimiento de su pecado, de que ha hecho algo mal, y para ese reconocimiento siempre se requiere humildad. El penitente examina su conciencia para entender mejor contra qué mandamiento de la ley de Dios, de la Iglesia ha actuado, y ser así más consciente de la maldad, más grave o más leve, del acto cometido.

En segundo lugar, el penitente vive la contrición de corazón; le duele haber realizado esos hechos, y quiere
expresar el dolor y la pena por haber ofendido a Dios y al prójimo y haberse ofendido a sí mismo, y se arrepiente de haberlo hecho. El arrepentimiento es una acción del hombre que manifiesta una profunda madurez psíquica, una claridad de mente, y una libertad que no quiere ser ni dominada ni condicionada por el mal.

En tercer lugar, al acercarse a confesar sus pecados, el pecador desea abrir su corazón, su alma, su boca. Sabe que no le basta dirigirse a Dios desde el fondo del corazón, sino que, quiere también, en secreto, decir sus pecados al sacerdote, que en ese momento es el mismo Jesucristo, y convencerse de que, efectivamente, ha pedido perdón. Si alguien ofende a su madre, no le basta reconocer en su interior que ha hecho mal a la persona que lo engendró a la vida. Necesita acudir a su madre, pedirle perdón en persona, cara a cara, y con toda sinceridad.

“Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro” (Catecismo, n. 1455).

En cuarto lugar, y como fruto de esa conversión al bien, que lleva consigo el rechazo del mal, el penitente decide no volver a caer en el pecado. No volver a hacer el mal: no volver a robar, no volver a blasfemar, no volver a adulterar, no volver a odiar, no volver a abandonar el culto a Dios, etc. Sabe, a la vez, que como es débil y frágil, puede cometer de nuevo esos mismos pecados de los que ahora se arrepiente; pero reafirma, con su gesto y en lo hondo de su espíritu, el decidido propósito de no volver a hacerlo.

Y, por último, el penitente expresa la voluntad, el deseo arraigado, de cumplir la penitencia que le fuera impuesta, y que siempre busca el bien personal del arrepentido.. Una limosna, una oración, un pequeño acto que suponga un cierto esfuerzo. “Puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios y, sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar” (Catecismo, n. 1460).

La penitencia, en resumen, es una invitación a manifestar de alguna forma el deseo de amar más a Cristo, a la Virgen. La penitencia, en definitiva, invita al penitente a “ahogar el mal en abundancia de bien”.


Cuestionario


¿Soy siempre sincero al decir mis pecados al confesor; consciente de que los digo al mismo Jesucristo?


¿Soy sincero conmigo mismo y reconozco mi culpa al pecar, sin justificar mi mala acción por las circunstancias y situaciones externas?


¿Cumplo enseguida la penitencia que me ha indicado el sacerdote, y lo hago con agradecimiento a Dios por el perdón de mis pecados?

Preestreno de la película Popieluszko