La liturgia del Jueves Santo es riquísima de contenido. Es el día grande de la institución de la Sagrada Eucaristía, don del Cielo para los hombres; el día de la institución del sacerdocio, nuevo regalo divino que asegura la presencia real y actual del Sacrificio del Calvario en todos los tiempos y lugares, haciendo posible que nos apropiemos de sus frutos.
Se acercaba el momento en el que Jesús iba a ofrecer su vida por los hombres. Tan grande era su amor, que en su Sabiduría infinita encontró el modo de irse y de quedarse, al mismo tiempo. San Josemaría Escrivá, al considerar el comportamiento de los que se ven obligados a dejar su familia y su casa, para ganar el sustento en otra parte, comenta que el amor del hombre recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía... Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
¿Cómo corresponderemos a ese amor inmenso? Asistiendo con fe y devoción a la Santa Misa, memorial vivo y actual del Sacrificio del Calvario. Preparándonos muy bien para comulgar, con el alma bien limpia. Visitando con frecuencia a Jesús oculto en el Sagrario.
En la primera lectura de la Misa, se nos recuerda lo que Dios estableció en el Viejo Testamento, para que el pueblo israelita no olvidara los beneficios recibidos. Desciende a muchos detalles: desde cómo debía ser el cordero pascual, hasta los pormenores que habían de cuidar para recordar el tránsito del Señor. Si eso se prescribía para conmemorar unos hechos, que eran sólo una imagen de la liberación del pecado obrada por Jesucristo, ¡cómo deberíamos comportarnos ahora, cuando verdaderamente hemos sido rescatados de la esclavitud del pecado y hechos hijos de Dios!
Ésta es la razón de que la Iglesia nos inculque un gran esmero en todo lo que se refiere a la Eucaristía. ¿Asistimos al Santo Sacrificio todos los domingos y fiestas de guardar, sabiendo que estamos participando en una acción divina?
San Juan relata que Jesús lavó los pies a los discípulos, antes de la Última Cena. Hay que estar limpios, en el alma y en el cuerpo, para acercarse a recibirle con dignidad. Para eso nos ha dejado el sacramento de la Penitencia.
Conmemoramos también la institución del sacerdocio. Es un buen momento para rezar por el Papa, por los Obispos, por los sacerdotes, y para rogar que haya muchas vocaciones en el mundo entero. Lo pediremos mejor en la medida en que tengamos más trato con ese Jesús nuestro, que ha instituido la Eucaristía y el Sacerdocio. Vamos a decir, con total sinceridad, lo que repetía San Josemaría Escrivá: Señor, pon en mi corazón el amor con que quieres que te ame.
En la escena de hoy no aparece físicamente la Virgen María, aunque se hallaba en Jerusalén en aquellos días: la encontraremos mañana al pie de la Cruz. Pero ya hoy, con su presencia discreta y silenciosa, acompaña muy de cerca a su Hijo, en profunda unión de oración, de sacrificio y de entrega. Juan Pablo II señala que, después de la Ascensión del Señor al Cielo, participaría asiduamente en las celebraciones eucarísticas de los primeros cristianos. Y añade el Papa: aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar, para María, como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo (Ecclesia de Eucharistia, 56).
También ahora la Virgen María acompaña a Cristo en todos los sagrarios de la tierra. Le pedimos que nos enseñe a ser almas de Eucaristía, hombres y mujeres de fe segura y de piedad recia, que se esfuerzan por no dejar solo a Jesús. Que sepamos adorarle, pedirle perdón, agradecer sus beneficios, hacerle compañía.